domingo, 28 de julio de 2013

Sin cerveza

Nada de cerveza. Nada de vino. En ningún supermercado. En ningún restaurante. En ninguna tienda. Apenas unos pocos bares sirven alcohol en El Cairo del Ramadan. En consecuencia, se llenan de extranjeros. Incluso los establecimientos que tienen el producto en sus menús dejan de venderlo durante la festividad.  Hace 5000 años, los faraones bebían cerveza, la bebida que el dios Osiris le había entregado a los hombres. Hoy, en Egipto, es extremadamente difícil encontrar un botellín. Beber alcohol no solo está mal visto. En El Cairo y en Luxor, dos de los centros turísticos más importantes del país, es casi un lujo: cuando se materializa el milagro de encontrarla, una botella de vino local, regular tirando a mala, alcanza las 200 libras, más de 20 euros. En Egipto, dos personas pueden comer estupendamente por 10 euros.


Es la herencia del gobierno islamista de Morsi, elegido en unas elecciones democráticas y derrocado por el ejército este verano. Mientras el país pasaba de la esperanza generada por la revolución de 2011, que terminó con la dictadura de Mubarak, al desencanto que reina ahora, Morsi y los hermanos musulmanes pusieron coto al alcohol: subieron al 200% los impuestos sobre la cerveza y al 150% los gravámenes sobre el vino. Con los precios disparados y la clientela local mayoritariamente anulada como cliente de un producto prohibio para los musulmanes, los vendedores se encontraron con una nueva traba: antes de ser desalojado del poder, el ejecutivo quiso prohibir la venta de alcohol en las tiendas libres de impuestos de los aeropuertos y en todos los barrios de nueva creación fuera de El Cairo. 

Así, contra Morsi también estaba Heineken. De los faraones hasta el siglo XXI, la relación entre Egipto y el alcohol ha permanecido intacta. La distribuidora internacional compró hace un decenio y por 300 millones de dólares la compañía estatal que hoy sigue produciendo un buen número de cervezas (Sakara, Max, Stella...) egipcias, así como vinos. Heineken y Al Ahram, su filial, combaten la prohibición de publicitar su producto patrocinando fiestas de extranjeros a los que cede gratuitamente botellas, o financiando la reforma de algunos bares y pubs de la capital egipcia. De Heineken es Drinkies, una cadena de tiendas que vende alcohol en El Cairo mientras oculta sus direcciones en internet, no vaya a ser que eso provoque altercados a sus puertas. El negocio está pensado para los expatriados, que acumulan alcohol febrilmente en casa para cuando llega la sequía. Los extranjeros que viven en Egipto tienen una cosa clara: en Ramadan, hasta Drinkies cierra un mes entero sus puertas.

domingo, 21 de julio de 2013

Revolución contra el turismo

No hay la más mínima cola para visitar las pirámides de Giza. Antes de 2011, cuando estalló la revolución que está reescribiendo la historia de Egipto, los turistas se alineaban bajo el sol durante más de hora y media para esperar su turno e internarse por sus angostos pasillos, empapándose en sudor mientras luchaban contra la humedad y la claustrofobia para llegar hasta la cámara mortuoria del faraón. Hoy no hay nadie. El negocio turístico ha quebrado. La ocupación hotelera de El Cairo no llega al 30%. Los guías buscan trabajos alternativos porque no tienen a quién guiar. La máquina de hacer dinero (unos 50 euros para visitar los complejos de Giza, Dahshur y Saqqara en un país donde dos personas comen estupéndamente por 10) no tiene quién la alimente.


La televisión ahuyenta a los visitantes mostrando manifestaciones, hablando de muertos y revueltas. Junto al antiguo Hilton del Nilo, uno de los mejores hoteles de la ciudad, siguen negras las paredes de la sede del partido de Mubarak, quemada y destruida durante las revueltas que acabaron con el antiguo régimen. Nadie ha recuperado los coches reventados que se acumulan en su interior, nadie ha intentado reflotar un edificio emblemático y hoy rodeado de tanquetas y soldados armados. Varios palacios oficiales, como el de la presidencia, están protegidos por barreras hechas de alambre de espino, de las que penden plásticos, papeles y alguna camiseta. La ciudad está repleta de carteles contra Obama y la embajadora estadounidense, acusados de apoyar a los islamistas, que llegaron al gobierno tras una elecciones democráticas y que este verano fueron desalojados del poder por los militares. Los partidarios de Morsi, el presidente depuesto, se pasean con fotografías en las que tachan el rostro del general que lideró el golpe de estado y con carteles en los que se preguntan ¿dónde está mi voto?. Es fácil ver tanquetas en las orillas del Nilo, cerca de los puentes que unen las islas con la ciudad, por si hubiera que defender esas comunicaciones estratégicas de los manifestantes (sea cual sea su signo). En días señalados, como el décimo de Ramadan, que también es el mismo en el que Egipto invadió Israel en 1967, la ciudad se llena de helicópteros militares y de cazas que dibujan corazones en el cielo. En las puertas de los hoteles y de algunas mezquitas hay arcos detectores de metales y máquinas de rayos-x para revisar los equipajes.


Nada de eso ayuda a que vuelvan los turistas.

Y, sin embargo, entre todas esas señales de peligro también hay una ciudad tranquila, abierta hacia el extranjero, en la que funcionan con normalidad los hoteles, los restaurantes, los cines, los pedidos de comida a domicilio, los taxis, los teléfonos e internet. Sin reservar, es muy difícil encontrar un buen restaurante para comer el iftar, el festín diario con el que los creyentes rompen a las 19.00 el ayuno que impone el Ramadan. A diario, los tenistas llegan al club de Al-Gazira para jugar. En las piscinas de los hoteles internacionales nadan tranquilamente los niños y se sirve cerveza bien fria. Hay gimnasios ultramodernos en los que todo el mundo habla perfecto inglés. El tráfico sigue siendo caótico, porque hay gasolina de sobra, y siguen invadiendo las motos las aceras para sortear el atasco. Los escaparates abandonan las tiendas y llenan la aceras, incluso los carriles de las calles, de expositores de camisetas, pantalones y camisas. La situación permite visitar en soledad algunos monumentos impresionantes, contratar chófer y guía por 60 euros la jornada; llegar hasta el mercado central y verlo con tranquilidad, aunque los vendedores se lancen al asalto en busca de los pocos visitantes; y hasta preguntarse dónde estarán todos esos artesanos que no han ocupado su puesto a los pies de la Esfinge o cómo les trataba antes la policía turística, famosa por su dureza.



En el alegre El Cairo, la vida sigue.

 

miércoles, 17 de julio de 2013

Algunas calles de El Cairo

-Un hombre se lanza contra el taxi en mitad de la carretera, le obliga a parar, y luego en un segundo se monta como si estuviera dispuesto a cometer un atraco. Al mismo tiempo, otro corre en persecución del coche y salta sobre el maletero. No van armados. Quieren enseñarles las pirámides a los turistas, que les miran asustados.


-Las 12.00, mediodía. Es Ramadan. Las mezquitas llaman a rezar. Por el aire de la ciudad se extiende un murmullo uniforme, denso, de altavoz en altavoz. Las alfombras se extienden sobre el asfalto en Zamalek. El tráfico se congela. Los fieles se arrodillan, tocan con la frente el suelo, y rezan.

-Tahir. Polvo. Sillas amontonadas. Basura. La cuna de la revolución, el nido de la primavera árabe, está sucia. Los coches circulan excepcionalmente: hay controles en casi todas las entradas. Alrededor de la plaza y su glorieta central se acumulan los campamentos improvisados, algún puesto de comida, jóvenes que intentan agarrar a los visitantes armados con pinturas con las que dibujar en la cara los colores de la bandera egipcia.

-Tres puentes unen la isla de Zamalek al resto de El Cairo. Suelen estar atascados. La gente se sube en marcha a los autobuses, pero normalmente antes tienen que ayudar a empujarlos para que cojan impulso, objetivo imposible, porque viajan atestados de gente. Nunca es fácil saber si una salida va a estar cortada o no. A veces, el tráfico se colapsa y todo se detiene. Todas las paredes alrededor de esos puentes están llenas de pintadas, pequeñas obras de arte, graffitis que cuentan las turbulencias políticas de los últimos años, de Morsi a Obama.

-Cruces. A veces, algún policía intenta organizar el tráfico. No tiene éxito. Los pitidos son constantes. A modo de aviso, advierten al resto de los conductores de la presencia de otro vehículo. "Crazy", acierta a decir un conductor. Hay niños que se lanzan entre los coches, sorteando una mezcla de modernos Mercedes, BMWs, todoterrenos y modelos de los años 70, para intentar vender ramos de menta a los extranjeros. Estos niños sonríen. Otros, uno que vende pan, otro que espera en el suelo con la mano tendida, duermen de puro agotamiento.

-Carreteras. Constantemente, en las autopistas y el resto de vías, hay coches parados en los laterales. En unos casos, los conductores vacían aguas menores; en otros, el coche está roto; en algunos casos, parece que el vehículo ha dicho basta y ha sido abadonado a su suerte para que se lo coma el polvo de Egipto. Algunos coches duermen cubiertos por lonas, para evitar la arena. Otros descansan con los parabrisas en alto, indicando que esperan a ser limpiados a cambio de unas pocas libras.

Siempre reina un caos alegre.
 
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