domingo, 21 de julio de 2013

Revolución contra el turismo

No hay la más mínima cola para visitar las pirámides de Giza. Antes de 2011, cuando estalló la revolución que está reescribiendo la historia de Egipto, los turistas se alineaban bajo el sol durante más de hora y media para esperar su turno e internarse por sus angostos pasillos, empapándose en sudor mientras luchaban contra la humedad y la claustrofobia para llegar hasta la cámara mortuoria del faraón. Hoy no hay nadie. El negocio turístico ha quebrado. La ocupación hotelera de El Cairo no llega al 30%. Los guías buscan trabajos alternativos porque no tienen a quién guiar. La máquina de hacer dinero (unos 50 euros para visitar los complejos de Giza, Dahshur y Saqqara en un país donde dos personas comen estupéndamente por 10) no tiene quién la alimente.


La televisión ahuyenta a los visitantes mostrando manifestaciones, hablando de muertos y revueltas. Junto al antiguo Hilton del Nilo, uno de los mejores hoteles de la ciudad, siguen negras las paredes de la sede del partido de Mubarak, quemada y destruida durante las revueltas que acabaron con el antiguo régimen. Nadie ha recuperado los coches reventados que se acumulan en su interior, nadie ha intentado reflotar un edificio emblemático y hoy rodeado de tanquetas y soldados armados. Varios palacios oficiales, como el de la presidencia, están protegidos por barreras hechas de alambre de espino, de las que penden plásticos, papeles y alguna camiseta. La ciudad está repleta de carteles contra Obama y la embajadora estadounidense, acusados de apoyar a los islamistas, que llegaron al gobierno tras una elecciones democráticas y que este verano fueron desalojados del poder por los militares. Los partidarios de Morsi, el presidente depuesto, se pasean con fotografías en las que tachan el rostro del general que lideró el golpe de estado y con carteles en los que se preguntan ¿dónde está mi voto?. Es fácil ver tanquetas en las orillas del Nilo, cerca de los puentes que unen las islas con la ciudad, por si hubiera que defender esas comunicaciones estratégicas de los manifestantes (sea cual sea su signo). En días señalados, como el décimo de Ramadan, que también es el mismo en el que Egipto invadió Israel en 1967, la ciudad se llena de helicópteros militares y de cazas que dibujan corazones en el cielo. En las puertas de los hoteles y de algunas mezquitas hay arcos detectores de metales y máquinas de rayos-x para revisar los equipajes.


Nada de eso ayuda a que vuelvan los turistas.

Y, sin embargo, entre todas esas señales de peligro también hay una ciudad tranquila, abierta hacia el extranjero, en la que funcionan con normalidad los hoteles, los restaurantes, los cines, los pedidos de comida a domicilio, los taxis, los teléfonos e internet. Sin reservar, es muy difícil encontrar un buen restaurante para comer el iftar, el festín diario con el que los creyentes rompen a las 19.00 el ayuno que impone el Ramadan. A diario, los tenistas llegan al club de Al-Gazira para jugar. En las piscinas de los hoteles internacionales nadan tranquilamente los niños y se sirve cerveza bien fria. Hay gimnasios ultramodernos en los que todo el mundo habla perfecto inglés. El tráfico sigue siendo caótico, porque hay gasolina de sobra, y siguen invadiendo las motos las aceras para sortear el atasco. Los escaparates abandonan las tiendas y llenan la aceras, incluso los carriles de las calles, de expositores de camisetas, pantalones y camisas. La situación permite visitar en soledad algunos monumentos impresionantes, contratar chófer y guía por 60 euros la jornada; llegar hasta el mercado central y verlo con tranquilidad, aunque los vendedores se lancen al asalto en busca de los pocos visitantes; y hasta preguntarse dónde estarán todos esos artesanos que no han ocupado su puesto a los pies de la Esfinge o cómo les trataba antes la policía turística, famosa por su dureza.



En el alegre El Cairo, la vida sigue.

 

 
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