Hay césped. Las paredes están casi inmaculadas. Un monumento se erige en el centro. La plaza de Tahrir, cuna de la doble revolución que
todavía hoy sacude a Egipto, ha sido sometida a la cirugía del poder.
A lo largo de la historia, y sin importar el color, los gobiernos supieron hacer de los espacios públicos un altavoz de su narrativa,
la fotografía perfecta que contara su versión de la historia y fuera borrando
la de sus contrarios. En Tahrir se empieza a apreciar ese esfuerzo.
El monumento recuerda a las víctimas de la revolución que
primero echó a Mubarak y luego a Morsi, gente que en muchos casos murió bajo
las balas del ejército que ahora construye monolitos en su memoria. En el
polvoriento El Cairo no debe ser frecuente encontrarse jardineros que se afanen
en mantener vivo el césped, concediendo al recinto un aire nuevo, que hace
irreal aquel embarrado de las protestas del verano. Los adoquines que fueron
arrancados entonces, mientras en la pared de un edificio se proyectaba con laser “Game Over”
(se acabó el juego, en referencia al presidente depuesto), han sido hoy
renovados, con un nuevo diseño, mientras prosigue el impulso por reurbanizar la
zona.
Donde había tiendas de campaña hay hoy césped. Donde había pancartas con consignas revolucionarias hay hoy
orgullosas y gigantescas banderas egipcias. Donde había miles de cuadros pintados por los artistas callejeros en las paredes hay hoy un impersonal mural
blanquirojo. Donde hubo sangre, hay hoy un monumento.
A ojos del visitante que no hable árabe se ha borrado cualquier huella revolucionaria. Apenas
hacen sospechar algo varias calles cortadas y un par de tanquetas del ejército,
por otra parte frecuentes en puntos neurálgicos de muchas otras ciudades del
mundo. La cirugía del poder avanza con pulso firme, su afilado escalpelo
expropia el escenario a los ciudadanos, lo reconfigura a su voluntad y pronto
quizás convierta la plaza en irreal escenario de un sueño de verano.