miércoles, 27 de noviembre de 2013

Cirugía en Tahrir



Hay césped. Las paredes están casi inmaculadas. Un monumento se erige en el centro. La plaza de Tahrir, cuna de la doble revolución que todavía hoy sacude a Egipto, ha sido sometida a la cirugía del poder. 

A lo largo de la historia, y sin importar el color, los gobiernos supieron hacer de los espacios públicos un altavoz de su narrativa, la fotografía perfecta que contara su versión de la historia y fuera borrando la de sus contrarios. En Tahrir se empieza a apreciar ese esfuerzo. 

El monumento recuerda a las víctimas de la revolución que primero echó a Mubarak y luego a Morsi, gente que en muchos casos murió bajo las balas del ejército que ahora construye monolitos en su memoria. En el polvoriento El Cairo no debe ser frecuente encontrarse jardineros que se afanen en mantener vivo el césped, concediendo al recinto un aire nuevo, que hace irreal aquel embarrado de las protestas del verano. Los adoquines que fueron arrancados entonces, mientras en la pared de un edificio se proyectaba con laser “Game Over” (se acabó el juego, en referencia al presidente depuesto), han sido hoy renovados, con un nuevo diseño, mientras prosigue el impulso por reurbanizar la zona. 

Donde había tiendas de campaña hay hoy césped. Donde había pancartas con consignas revolucionarias hay hoy orgullosas y gigantescas banderas egipcias. Donde había miles de cuadros pintados por los artistas callejeros en las paredes hay hoy un impersonal mural blanquirojo. Donde hubo sangre, hay hoy un monumento.

A ojos del visitante que no hable árabe se ha borrado cualquier huella revolucionaria. Apenas hacen sospechar algo varias calles cortadas y un par de tanquetas del ejército, por otra parte frecuentes en puntos neurálgicos de muchas otras ciudades del mundo. La cirugía del poder avanza con pulso firme, su afilado escalpelo expropia el escenario a los ciudadanos, lo reconfigura a su voluntad y pronto quizás convierta la plaza en irreal escenario de un sueño de verano.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Mr. Lucky


Con vaqueros y camiseta. Con hiyab, el pañuelo que les cubre el cabello. Con niqab, el conjunto que oculta completamente la cabeza. Da igual cómo se vistan las mujeres en El Cairo. Esto es lo que a veces parecen ver los hombres locales: un trozo de carne, un solomillo cualquiera.

En la calle se pueden oír aullidos como de lobo. El visitante recién llegado seguirá su camino como si no fuera con él ese ruido casi de hiena, mientras que puede que alguna mujer se vuelva llena de ira porque sabe que a ella va dedicado ese ruido hiriente. Esto ocurre en Zamalek, el barrio más occidentalizado de la capital de Egipto. ¿Qué pasará en las ciudades pequeñas, en los pueblos escondidos?

Basta mirar fijamente al agresor para que cese en su actitud. Prontamente musita unas palabras mientras ineludiblemente se observa la punta de los pies. Es una breve tregua, antes de la siguiente arrancada.

Las valoraciones son constantes. El extranjero puede darse un paseo en el que escucha “Mr. Lucky!”, “¡Señor suertudo!”, si la audiencia considera que la compañía merece el calificativo. Dependiendo del arrendador, el hombre no pisa el piso de la mujer que paga el alquiler a no ser que demuestre lazos de sangre o matrimonio, fotocopia de la licencia y el pasaporte de por medio. Cada esquina, cada calle, rebosa de hombres que miran pasar, y de mujeres que apuran el paso camino de su destino. Ver a una mujer en el asiento de atrás de un coche, conducida por un hombre, provoca comentarios.

Quizás quienes hayan pasado más tiempo aquí vean las cosas de otra manera, la experiencia siempre es un grado. Quizás recuerden el respeto que se profesa a las ancianas, que aquí la libertad de la mujer se vive de otra manera, que no hay que hacer escándalo de momentos excepcionales, extraños, que locos y pesados hay en todo el mundo. Que a la salida de las visitas de los principales monumentos es fácil hacerse con librillos que explican en todos los idiomas posibles el papel de la mujer en esta sociedad.

Pero hasta que ellos digan lo contrario, los restaurantes de turistas, los bares de extranjeros, los hoteles, son un oasis de normalidad. Fuera, esperan los aullidos.

domingo, 10 de noviembre de 2013

El silencio de los muertos



Todos los tertulianos llevan una amapola prendida en un ojal mientras analizan la prensa del día en Sky. Andando por las calles, la flor vuelve a aparecer en la parada de los autobuses, donde aletea roja en el pecho de ancianos de ojos tristes inmortalizados en posters de anuncio. Conductores, guardias de seguridad, camareras, todos llevan la señal, queda claro que su ausencia es motivo de crítica, que está socialmente mal visto. Y entonces, a las 11 horas del 11º día del 11º mes, el país se para y se queda en silencio. El silencio de los muertos. Dos minutos en su recuerdo.  

El rojo de la amapola es el rojo de la sangre, y sobre la sangre de los campos de batalla de Flandes crecieron miles de amapolas durante la Primera Guerra Mundial, regadas por los muertos de las batallas de Ypres, cuatro carnicerías dramáticas. Desde entonces, la flor es símbolo del recuerdo para los caídos, su día es el 11, su hora las 11.00 y su mes el 11 (noviembre), porque en ese día y a esa hora y en ese mes se firmó el armisticio que puso fin a la guerra. 

Hay algo sorprendente en que un siglo después el país entero se siga parando durante dos minutos para recordar a los caídos, en que todos, ancianos, jóvenes y niños, lleven la amapola puesta; en que a cada esquina se pidan donativos para los veteranos, se venda la amapola para recaudar fondos con fines caritativos. Todo eso probablemente hable del sufrimiento de un país que no olvida, pero también de un país que quiere tener memoria:  memoria para saber que Jorge V no quiso olvidar a los caídos cuando oficializó la fecha; memoria para conocer el poema “Campos de Flandes”; memoria para saber que olvidar es el primer paso para repetir el desatino.

ACTUALIZACIÓN | En la correspondencia, este apunte de un amigo: "El rojo de las amapolas es, en efecto, por lo de los rojos campos de Flandes. Del mismo modo que desde las flores que lanzaban los kamikazes crecieron campos de cerezos en la Isla Kikaijima, en JPN"

Son las Flores Tokko o Tokkobana, flores de muerte (Tokko quiere decir "ataque especial"), que hoy siguen creciendo, por ejemplo, en la base aerea de Kanoya, donde un mar de flores amarillas lanzadas por los kamikazes desde el cielo rodea las pistas de despegue. 
 
Bitacoras.com